Carta del Director

¿Está el público divorciado de la música clásica? ¿Lo está especialmente en el caso de la actual? ¿Deben los compositores componer de manera que atraigan a más gente? ¿Si llegara el caso, lograrían ese objetivo? ¿la separación es definitiva o irreversible? ¿Deben las administraciones públicas apoyar un arte para minorías?

Estas cuestiones no son solo asuntos que me plantee a título personal como intérprete o profesor, son dilemas que surgen con recurrencia en cualquier debate más o menos serio sobre la música de nuestro tiempo, pero que me ha despertado nuevamente la atención después de la lectura en un blog de unas reflexiones sobre la música clásica y la popular. Básicamente sobre el público y su relación con éstas.

Inevitablemente el público es una parte tan importante en el acto de comunicación como lo es el acto creativo  o el interpretativo. Si no nos comunicamos finalmente con alguien, se quiebra el sentido último de este arte que nos ocupa y preocupa.

Pero además el público, el de masas y el de minorías, representa una parte económica importante en todo este negocio. Si no hay personas que aporten dinero, el sostenimiento de la industria parece, al menos, complicado. Aunque hay crisis en todos los sectores, la música popular logra mantenerse a flote en gran medida por sus propios medios, precisamente por contar con un masivo apoyo de seguidores que de alguna u otra manera son fieles y contribuyen a su sustento (aunque también anden inmersos en adaptarse a las nuevas formas y condiciones).

Por una parte no parece atrevido afirmar que el número de espectadores de la música culta ha aumentado, gracias a la aparición de nuevas orquestas, salas de conciertos y, sobre todo, de un crecimiento desde el punto de vista educativo con la proliferación de escuelas de música y conservatorios.

Por otra y como era de esperar,  la vista se ha echado hacia atrás. Si se mantiene a estas alturas un cierto movimiento de la música actual es gracias a la aportación casi mayoritaria de las entidades públicas a su sostenimiento. Si algo se vende y se compra es básicamente la música clásica más tradicional, amparada en la costumbre de los grandes nombres y por qué no decirlo, de la música de superproducción.

Aunque lo que más me sorprendió fue el argumento a favor de la música popular basado en  su capacidad para provocar sentimientos,  en detrimento de la culta, claro está, que carecía de ellos, aunque no negaba su valor técnico.

 Mucho me temo que esta es la opinión mayoritaria de la sociedad: en el fondo ni entienden la música clásica ni la actual,  y no parece que les preocupe demasiado. Y mientras nosotros, los profesionales y público clásico discutiendo si la música de nuestros días es digna o no de existir y de ser apoyada desde las instituciones, sin darnos cuenta todavía de por dónde puede venir unos de nuestros primeros problemas.

Camilo Irizo