CARTA DEL DIRECTOR

Suele admitirse en música que nada es del todo inventado, al menos en su acepción de hacer algo nuevo o no conocido, y que más bien existe un proceso de aditamento progresivo y pertinaz, que, entre otras cosas, ha permitido rescatar viejos procedimientos caídos en desuso, revestidos con los ropajes de la estética actual, logrando así cambiar su significado y su presentación formal.

Una de las consecuencias más relevantes que parece haber tenido todo este proceso, puede ser sin duda la relación de necesidades que se ha venido desarrollando entre compositores e intérpretes.

No era ajena la influencia que ejercía el intérprete en el resultado final de las obras, siendo una aportación hasta cierto punto deseable, dadas las convenciones usuales de determinadas épocas. Esta circunstancia propicia incluso que la lectura fiel de las obras de los periodos denominados clásicos, estimulada por la aparición de las ediciones urtext, no deje de ser en muchos sentidos incompleta, influido ahora por el sentido de ejecución estricta que domina en nuestros tiempos.

Sin embargo, a pesar del compromiso que se adquiere con la partitura, es decir, con la lectura fiel de ésta, desde el punto de vista del respeto a la notación musical y a las nuevas grafías que en ella nos encontramos (las cuales, por cierto, no dejan de seguir siendo una forma aguda de indeterminación), siempre será inevitable una lectura personal del ejecutante-intérprete que asume la responsabilidad de clarificar las intenciones del creador.

Es curioso el proceso que a veces se origina cuando un intérprete interacciona con el compositor; este último no solo puede contradecirse puntualmente de lo que ha escrito, sino que incluso pedirá que se interpreten determinados aspectos de manera que no se parezca en nada a lo plasmado en la partitura, o inunde de matices no escritos las intenciones del intérprete: reinterpreta o recompone.

Una vez más regresamos, y no solo en exclusiva, al viejo problema de la exactitud de la notación, de la plasmación de las ideas que se encuentran definidas en la mente del compositor y que cuando se trasvasan al medio físico, dejan en el camino gran cantidad de información musical, y por tanto, el camino expedito al intérprete para decidir de qué manera se acerca lo más posible a las intenciones del creador. En esta fase del proceso es en la que se valora de manera especial la inteligencia y, sobre todo, la información acopiada por el intérprete, que reproduciendo patrones aprendidos mediante la escucha, ejecución y experiencia vital al lado de los compositores, se podrá adecuar lo más eficazmente posible a las ideas que emanan de la obra.

Es evidente que no se nos invita actualmente a los intérpretes a participar en el proceso final, ni falta que hace; aunque conocidas las vivencias de los grandes maestros, nadie podrá negar el decisivo papel que adquirimos en dicho resultado, aunque desde otros parámetros; tanto es así, que quien encuentra un buen intérprete, encuentra, sin duda, un tesoro.