En el acto comunicativo con el público, visto desde las sensaciones del intérprete, son muchas las situaciones vivificadoras que contribuyen a hacer de cada contacto con el receptor una experiencia única, irrepetible.
Pero no siempre esta comunicación se desarrolla como se espera. Desde este punto de vista, y dado que no toda persona que se acerca a una sala de conciertos sabe a veces a qué se enfrenta, las circunstancias no siempre producen el resultado esperado.
Ya sabemos que la música clásica, la de consumo y la actual, la que a veces llena grandes auditorios y concita a su alrededor expectativas que van más allá del simple gozo de una de vivir una experiencia singular, lleva también implícitos ciertos –por decirlo del algún modo- problemas.
Salas muy ruidosas, con forzados oyentes que prefieren hablar, toser sin reparos -o mirar a sus vecinos en busca de algún pretexto que les ayuden a soportar lo que están presenciando- y, así, un largo catálogo de sonidos varios, esos por su indefinición tímbrica no pueden ser considerados música, aunque inevitablemente la acompañen en una improvisada sesión cageliana.
Siempre me he preguntado qué pintan esas personas en una sala de concierto. Qué motivos les impulsan a asistir a pesar de que no les gusta lo que escuchan. O acaso sí, y es entonces que aún lo entiendo menos.
No comprendo cómo alguien se permite la osadía de interrumpir la concentración y el momento íntimo del publico que tiene al lado o en la otra punta de una sala de conciertos. Es un acto de desconsideración y no sólo con respecto a ese público. También hacia el intérprete.
A veces son muchas las horas de trabajo -sin mencionar las jornadas acumuladas de estudio para llegar a ser profesional- las que se invierten antes de subirse a un escenario. Es una cuestión de educación y de respeto hacia el trabajo del músico. Y si la actuación o la obra no han sido buenas, no se premian. O si hace falta, se abuchea. Pero al final.
Camilo Irizo